Últimamente,
me estoy dando aún más cuenta que de costumbre de que los traductores somos unos grandes desconocidos. Y no
solo los traductores literarios, de libros y demás. La traducción es una
profesión desconocida que, entre los que no la conocen (la gran mayoría), está
plagada de ideas preconcebidas, erróneas ¡e incluso estrambóticas! Si los
traductores intentan cambiar su situación, a veces se encuentran con gente muy ignorante,
malintencionada y despiadada que ve autobombo injustificado donde lo que hay no
es eso, sino el intento porque los demás comprendan lo que tan bien decía Juan
Cruz hace unos días en El País: los autores extranjeros no hablan español.
Los
traductores y nuestra solitaria, desconocida y, a veces, desagradecida labor no
somos los únicos que padecemos de invisibilidad: da la sensación de que, hoy en
día, todo provenga de un origen indeterminado y haya gente a la que le moleste
y le irrite profundamente que los traductores afirmemos con orgullo: «¡Yo he
traducido esta obra, que también, con permiso del autor, es mía!». Allá ellos a
quienes, ignorantes, les moleste: los traductores que llevamos a cabo proyectos
largos convivimos con ellos, nos levantamos con ellos, nos acostamos con ellos
y buceamos entre sus páginas en busca de la más mínima connotación, la intención
del autor, el sentido profundo del texto que nos ayudará a plasmarlo en una
lengua en la que no está escrito.
Y
todo esto viene a cuento de que hace ya más de dos semanas que salió a la venta
La abuela Lola: una novela deliciosa (en sentido tanto literal como figurado) que tuve el
placer de traducir durante el verano pasado, ¡así que esta entrada era algo que
tenía más que pendiente!
La
particularidad principal de esta novela es que su autora, de la que hablaré a
continuación, nació en La Habana, aunque vive en California y escribe en inglés
(claro, ¿de qué si no iba yo a dedicarme a traducir su obra?). Si la
invisibilidad del traductor es manifiesta cuando el autor tiene un nombre
extranjero, imaginaos lo que pasa cuando la autora se llama Cecilia Samartin.
Al
margen de reivindicaciones de la labor del colectivo traductor, yo tengo que
reconocer que, a diferencia de lo que desgraciadamente les pasa a otros (como
lo que le sucedió a Joan Sellent con el dramaturgo Edward Albee), he tenido una
suerte enorme con mis autores (al menos con aquellos con los que he tenido
contacto, aunque haya sido fugaz y, de momento, nunca en persona), porque son
un tesoro. En particular, Cecilia Samartin es una mujer muy amable y positiva, con una voz increíblemente dulce y tranquila, y que escribe con un estilo claro y sencillo, pero muy bien hilado y
muy emotivo. Espero sinceramente que La abuela Lola tenga muy buena acogida en
España (después de haber pasado por países como Noruega y Suecia con un éxito
rotundo), porque se lo merece.
La
abuela Lola relata la relación especial que existe entre Sebastian, un chaval
enfermo de corazón cuya máxima ilusión sería poder jugar al fútbol, y su abuela
Lola, una puertorriqueña incansable, una mujer fuerte y dedicida, que adora
cocinar y a su familia.
Tengo
que reconocer que el título en español me encanta: Mofongo (su título en inglés),
que es el nombre de uno de los platos típicos puertorriqueños en torno al que
gira la acción de la novela, no hubiera sido tan evocador para los lectores
españoles. La abuela Lola es un título genial. Yo creo que a mí no se me habría
ocurrido ninguno mejor. Además, la abuela de mi padre se llamaba Lola, y todos en la familia la llamaban así, con lo que el título, entre mi familia paterna tiene más gracia aún.
Traduje
La abuela Lola el verano pasado, con un calor insoportable, el aire
acondicionado se estropeó y tuvimos que bajar de urgencia a comprar un ventilador
para no morir asfixiados, y todos a mi alrededor me contaban que se iban de vacaciones
a disfrutar de no hacer nada y de descansar al solecito. De haber sido una
novela peor o más aburrida, creo que habría muerto de asfixia o me habría
subido por las paredes (he de reconocer que en algún momento, a pesar de todo,
estuve a punto). En lugar de eso, sobreviví al calor traduciendo los platos de
la abuela Lola y Sebastian, ¡e incluso probé a preparar un mofongo! (que no me
quedo nada mal para ser la primera vez, por cierto).
Por
lo demás, aparte del aumento de responsabilidad que cae sobre los hombros del
traductor cuando sabe que el autor de la novela podrá leer su trabajo, el tener
que enfrentarme a personajes cuya lengua materna era el español fue un arma de
doble filo: por un lado, si los personajes en inglés hablan en español y yo los
pongo a hablar en español, el efecto no será el mismo que en inglés, por supuesto, y toca
compensar en otros aspectos, pero por otro, a un nivel más profundo, el hecho
de que quien escribía hablara español me facilitó la tarea, pues sus
estructuras de pensamiento y sus referentes culturales, aunque estaban
expresados en inglés, me resultaban más familiares, creo, de lo que me sucedería con
otros autores con los que no existe ese vínculo lingüístico-cultural, cosa bastante curiosa, la verdad.
No
puedo contar mucho más a riesgo de destripar la historia que La abuela Lola
relata y que vuelvo a repetir: espero que guste mucho, porque merece la
pena. ¡Muchísimas gracias, Cecilia, por haberla escrito!
Aquí podéis leer el primer capítulo de la novela. ¡Espero que os guste!
Actualización:
Lo he estado pensando y se me había olvidado contaros algo: en mitad de la traducción de Mofongo, me entró un antojo incontenible por comer un cochinillo asado (probablemente, los que hayáis leído la novela lo entenderéis). Por eso, fuimos a matar el antojo a un restaurante de Madrid estupendo que se llama El pedrusco de Aldeacorvo y tengo prueba gráfica de ello (¡el cochinillo estaba delicioso!).
Además, aquí podéis leer una entrevista a Cecilia Samartin hablando sobre ella, su proceso creativo, su inspiración y la novela.
Aquí podéis leer el primer capítulo de la novela. ¡Espero que os guste!
Actualización:
Lo he estado pensando y se me había olvidado contaros algo: en mitad de la traducción de Mofongo, me entró un antojo incontenible por comer un cochinillo asado (probablemente, los que hayáis leído la novela lo entenderéis). Por eso, fuimos a matar el antojo a un restaurante de Madrid estupendo que se llama El pedrusco de Aldeacorvo y tengo prueba gráfica de ello (¡el cochinillo estaba delicioso!).
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Los cochinillos de El pedrusco de Aldeacorvo. |
Además, aquí podéis leer una entrevista a Cecilia Samartin hablando sobre ella, su proceso creativo, su inspiración y la novela.