Paul Robeson en los años treinta Fuente: Wikimedia Commons |
Detrás de un potentísimo chorro de voz, se escondía literalmente un gigante: Paul Robeson, un hombretón de 1,91 cm, no solo fue cantante y actor, sino también deportista, abogado y activista de los derechos civiles.
Hijo de un pastor presbiteriano (exesclavo escapado de una plantación sureña) y una cuáquera defensora del abolicionismo, Robeson nació en 1911. Era un estudiante excelente y consiguió una beca para estudiar derecho en la Universidad Rutgers, siendo el tercer alumno negro en estudiar allí (el único en su época). Participó en el club de debate, formaba parte del equipo de fútbol americano, participaba en muchos otros deportes, era miembro de varias hermandades y fue nombrado alumno más destacado de su promoción cuando se graduó.
En 1921 se casó con su novia, Eslanda Goode, que lo animó a desarrollar su talento actoral y llegó a convertirse en su representante. Su carrera como abogado duró poco debido al racismo imperante y en 1922 puso fin a la de jugador de fútbol profesional. A partir de ese momento, se dedicó a cantar y a actuar, participando en algunas películas que le reportaron muchísimo éxito. A finales de los años veinte, se trasladó con su familia a Inglaterra, donde estuvo trabajando durante varios años en el teatro.
Siempre que pudo alzó la voz contra las injusticias que en aquellos años tuvieron lugar en el mundo, no solo relacionadas con la situación de los afroamericanos en su país de origen. La Guerra Civil española marcó para él un punto de inflexión y, a raíz de ello, se convirtió irremediablemente en un acérrimo activista político. En 1937, pronunció una de sus frases más célebres:
Los artistas tenemos que optar por luchar a favor de la libertad o de la esclavitud. Yo ya he tomado mi decisión. No tenía alternativa.
Participó en diferentes esfuerzos para recaudar fondos para el bando republicano durante la Guerra Civil Española y en 1938 estuvo en España y cantó para las tropas republicanas en Tarazona. Más tarde, los supervivientes del Batallón Lincoln formado por voluntarios estadounidenses lo nombraron miembro honorario de los veteranos del batallón.
Después de pasar una temporada en la Unión Soviética, los Robeson regresaron a Estados Unidos tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Allí, Robeson actuó en unas pocas películas más, pero dejó de hacerlo porque consideraba que los papeles ofrecidos a los negros eran degradantes. Tomó parte en muchísimas protestas sociales: promovió las leyes antilinchamiento y participó en la lucha obrera. A partir los primeros años de la década de los cincuenta, se desarrolló una campaña de desprestigio contra él y se le incluyó en la lista de actividades antiamericanas de la comisión McCarthy. Durante la Guerra Fría, no gozó de la buena acogida que siempre había tenido por sus simpatías por la Unión Soviética. Durante la última época de su vida, padeció muy mala salud, hasta que, finalmente, falleció el 23 de enero de 1976 de un infarto en la casa de su hermana en Filadelfia donde residía.
No he podido resistir la tentación de incluir nada menos que tres canciones relacionadas con él en la lista de Spotify de la agenda. Las dos primeras son una muestra de su increíble voz y provienen de dos de los musicales que protagonizó:
8) Ol' Man River, de Jerome Kern y Oscar Hammerstein II, perteneciente al musical Show Boat (en español Magnolia), llevado a la gran pantalla en 1936.
10) La tercera de las canciones es una biografía cantada de los Manic Street Preachers, titulada Let Robeson Sing. Me ha parecido un hermoso homenaje, así que la he incluido a última hora:
Por último, me gustaría compartir con vosotros la Oda a Paul Robeson, el poema que le dedicó Pablo Neruda:
Antes él aún no existía.
Pero su voz
estaba allí, esperando.
La luz se apartó de la sombra,
el día de la noche,
la tierra de las primeras aguas.
Y la voz de Paul Robeson
se apartó del silencio.
Las tinieblas querían sustentarse.
Y abajo crecían las raíces.
Peleaban
por conocer la luz
las plantas ciegas
el sol temblaba, el agua
era un boca muda,
los animales iban transformándose:
lenta, lentamente
se adaptaban al viento
y a la lluvia.
La voz del hombre fuiste
desde entonces
y el canto de la tierra
que germina,
el río, el movimiento
de la naturaleza.
Desató la cascada
su inagotable trueno
sobre tu corazón, como si un río
cayera en una piedra
y la piedra contara
con la boca
de todos los callados,
hasta que todo y todos
en tu voz levantaron
hacia la luz su sangre,
y tierra y cielo, fuego y sombra
y agua,
subieron con tu canto.
Pero
más tarde el inundo
se oscureció de nuevo.
Terror, guerra y dolores
apagaron la llama verde,
el fuego de la rosa
y sobre las ciudades
cayó polvo terrible,
ceniza de los asesinados.
Iban hacia los hornos
con un número
en la frente
y sin cabellos,
los hombres, las mujeres,
los ancianos, los niños
recogidos
en Polonia, en Ucrania,
en Amsterdam, en Praga.
Otra vez
fueron tristes
las ciudades
y el silencio
fue grande, duro,
como piedra de tumba
sobre un corazón vivo,
como una mano muerta
sobre la voz de un niño.
Entonces tú,
Paul Robeson,
cantaste.
Otra vez
se oyó sobre la tierra
la poderosa voz
del agua sobre el ruego,
la solemne, pausada, ronca,
pura voz de la tierra
recordándonos
que aún éramos hombres,
que compartíamos
el duelo y la esperanza.
Tu voz
nos separó del crimen,
una vez más apartó
la luz de las tinieblas.
Luego en Hiroshima
cayó todo el silencio,
todo.
Nada quedó:
ni un pájaro equivocado en
una ventana fallecida,
ni una madre
con un niño que llora,
ni el eco de una usina,
ni la voz
de un violín agonizante.
Nada.
Del cielo
cayó todo el silencio
de la muerte.
Y entonces
otra vez,
padre, hermano,
voz del hombre
en su resurrección sonora,
en su profundidad,
en su esperanza,
Paul, cantaste.
Otra vez
tu corazón de río
fue más alto,
más ancho
que el silencio.
Yo sería mezquino
sí te coronara rey
de la voz del negro,
sólo grande en tu raza,
entre tu bella grey
de música y marfil,
que sólo para oscuros niños
encadenados por los amos
crueles, cantas.
Pero su voz
estaba allí, esperando.
La luz se apartó de la sombra,
el día de la noche,
la tierra de las primeras aguas.
Y la voz de Paul Robeson
se apartó del silencio.
Las tinieblas querían sustentarse.
Y abajo crecían las raíces.
Peleaban
por conocer la luz
las plantas ciegas
el sol temblaba, el agua
era un boca muda,
los animales iban transformándose:
lenta, lentamente
se adaptaban al viento
y a la lluvia.
La voz del hombre fuiste
desde entonces
y el canto de la tierra
que germina,
el río, el movimiento
de la naturaleza.
Desató la cascada
su inagotable trueno
sobre tu corazón, como si un río
cayera en una piedra
y la piedra contara
con la boca
de todos los callados,
hasta que todo y todos
en tu voz levantaron
hacia la luz su sangre,
y tierra y cielo, fuego y sombra
y agua,
subieron con tu canto.
Pero
más tarde el inundo
se oscureció de nuevo.
Terror, guerra y dolores
apagaron la llama verde,
el fuego de la rosa
y sobre las ciudades
cayó polvo terrible,
ceniza de los asesinados.
Iban hacia los hornos
con un número
en la frente
y sin cabellos,
los hombres, las mujeres,
los ancianos, los niños
recogidos
en Polonia, en Ucrania,
en Amsterdam, en Praga.
Otra vez
fueron tristes
las ciudades
y el silencio
fue grande, duro,
como piedra de tumba
sobre un corazón vivo,
como una mano muerta
sobre la voz de un niño.
Entonces tú,
Paul Robeson,
cantaste.
Otra vez
se oyó sobre la tierra
la poderosa voz
del agua sobre el ruego,
la solemne, pausada, ronca,
pura voz de la tierra
recordándonos
que aún éramos hombres,
que compartíamos
el duelo y la esperanza.
Tu voz
nos separó del crimen,
una vez más apartó
la luz de las tinieblas.
Luego en Hiroshima
cayó todo el silencio,
todo.
Nada quedó:
ni un pájaro equivocado en
una ventana fallecida,
ni una madre
con un niño que llora,
ni el eco de una usina,
ni la voz
de un violín agonizante.
Nada.
Del cielo
cayó todo el silencio
de la muerte.
Y entonces
otra vez,
padre, hermano,
voz del hombre
en su resurrección sonora,
en su profundidad,
en su esperanza,
Paul, cantaste.
Otra vez
tu corazón de río
fue más alto,
más ancho
que el silencio.
Yo sería mezquino
sí te coronara rey
de la voz del negro,
sólo grande en tu raza,
entre tu bella grey
de música y marfil,
que sólo para oscuros niños
encadenados por los amos
crueles, cantas.
No, Paul Robeson,
tú, junto a Lincoln
cantabas, cubriendo
el cielo con tu voz sagrada,
no sólo para negros,
para los pobres negros,
sino para los pobres blancos,
para los pobres indios,
para todos los pueblos.
Tú, Paul Robeson,
no te quedaste mudo
cuando a Pedro o a Juan
le pusieron los muebles
en la calle, en la lluvia,
o cuando
los milenarios sacrificadores
quemaron el doble corazón
de los que ardieron
como cuando
en mi patria
el trigo crece en tierra de
volcán nunca dejaste
tu canción: caía
el hombre y tú
lo levantabas,
eras a veces
un subterráneo río,
algo que apenas
sostenía la luz
en las tinieblas,
la última espada
del honor que moría,
el postrer rayo herido,
el trueno inextinguible.
El pan del hombre,
honor,
lucha,
esperanza,
tú lo defiendes,
Paul Robeson.
La luz del hombre,
hijo del sol,
del nuestro,
sol del suburbio
americano
y de las nieves
rojas de los Andes:
tú proteges nuestra luz.
Canta, camarada,
canta, hermano de la tierra,
canta, buen padre del fuego,
canta para todos nosotros,
los que viven pescando,
clavando clavos con
viejos martillos,
hilando crueles
hilos de seda,
machacando la pulpa
del papel, imprimiendo,
para todos aquellos
que apenas
pueden cerrar los ojos
en la cárcel,
despertados
a medianoche,
apenas seres humanos
entre dos torturas,
para los que combaten
con el cobre en la desnuda
soledad andina,
a cuatro mil
metros de altura.
Canta, amigo mío,
no dejas de cantar:
tú derrotaste el silencio
de los ríos
que no tenían voz
porque llevaban
sangre,
tu voz habla por ellos,
canta, tu voz reúne
a muchos hombres
que no se conocían.
Ahora lejos,
en los magnéticos Urales
y en la perdida
nieve patagónica,
tú, cantando,
atraviesas sombra,
distancia,
olores de mar y matorrales,
y el oído
del joven fogonero,
del cazador errante,
del vaquero
que se quedó de pronto solo
con su guitarra,
te escuchan.
Y en su prisión perdida,
en Venezuela, Jesús Faría,
el noble, el luminoso,
oyó el trueno sereno
de tu canto.
Porque tú cantas
saben que existe el mar
y que el mar canta.
Saben que es libre el mar,
ancho y florido,
y así es tu voz, hermano.
Es nuestro el sol. La tierra
será nuestra.
Torre del mar, tú seguirás
cantando.
tú, junto a Lincoln
cantabas, cubriendo
el cielo con tu voz sagrada,
no sólo para negros,
para los pobres negros,
sino para los pobres blancos,
para los pobres indios,
para todos los pueblos.
Tú, Paul Robeson,
no te quedaste mudo
cuando a Pedro o a Juan
le pusieron los muebles
en la calle, en la lluvia,
o cuando
los milenarios sacrificadores
quemaron el doble corazón
de los que ardieron
como cuando
en mi patria
el trigo crece en tierra de
volcán nunca dejaste
tu canción: caía
el hombre y tú
lo levantabas,
eras a veces
un subterráneo río,
algo que apenas
sostenía la luz
en las tinieblas,
la última espada
del honor que moría,
el postrer rayo herido,
el trueno inextinguible.
El pan del hombre,
honor,
lucha,
esperanza,
tú lo defiendes,
Paul Robeson.
La luz del hombre,
hijo del sol,
del nuestro,
sol del suburbio
americano
y de las nieves
rojas de los Andes:
tú proteges nuestra luz.
Canta, camarada,
canta, hermano de la tierra,
canta, buen padre del fuego,
canta para todos nosotros,
los que viven pescando,
clavando clavos con
viejos martillos,
hilando crueles
hilos de seda,
machacando la pulpa
del papel, imprimiendo,
para todos aquellos
que apenas
pueden cerrar los ojos
en la cárcel,
despertados
a medianoche,
apenas seres humanos
entre dos torturas,
para los que combaten
con el cobre en la desnuda
soledad andina,
a cuatro mil
metros de altura.
Canta, amigo mío,
no dejas de cantar:
tú derrotaste el silencio
de los ríos
que no tenían voz
porque llevaban
sangre,
tu voz habla por ellos,
canta, tu voz reúne
a muchos hombres
que no se conocían.
Ahora lejos,
en los magnéticos Urales
y en la perdida
nieve patagónica,
tú, cantando,
atraviesas sombra,
distancia,
olores de mar y matorrales,
y el oído
del joven fogonero,
del cazador errante,
del vaquero
que se quedó de pronto solo
con su guitarra,
te escuchan.
Y en su prisión perdida,
en Venezuela, Jesús Faría,
el noble, el luminoso,
oyó el trueno sereno
de tu canto.
Porque tú cantas
saben que existe el mar
y que el mar canta.
Saben que es libre el mar,
ancho y florido,
y así es tu voz, hermano.
Es nuestro el sol. La tierra
será nuestra.
Torre del mar, tú seguirás
cantando.
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